El próximo verano me echo a la carretera. Tal es el pensamiento que me viene a la mente cada vez que recuerdo otro de los arcades que me tenía fascinado de pequeñito, Out Run.
En la urbanización donde solía veranear cuando era un criajo había un pequeño bar/hogar del jubilado que misteriosamente, además de mesitas de mármol llenas de cartas y fichas de dominó, tenía un par de recreativas en una esquina sombría que nadie conseguía explicarse cómo habían llegado a parar allí. Una de ellas era Out Run; de la otra hablaré otro día.
Los malotes del lugar se apiñaban contínuamente para mostrar lo buenos que eran con este juego de carreras. Tan bien corrían los malditos que me hacían sentir cohibido con sólo pensar en cómo sería jugar contra ellos. Cuando la máquina quedaba milagrosamente vacía me avergonzaba sentarme en ella sabiendo que podría ponerme en evidencia ante los sempiternos jugones y todo aquel abuelete que casualmente dirigiera sus ojos hacia la pantalla del mueble. Por ello, me contentaba sólo con mirar. Tantas tardes pasé viendo las alegrías y frustraciones de la gente al volante del pixelado Ferrari que llegué a pillarle cariño a una recreativa a la que, finalmente, no llegué a jugar nunca.
Aquel conformismo tenía su explicación, después de todo. Ver Out Run me ponía en una especie de trance onírico en el que me veía a mí mismo, ya crecidito, conduciendo aquella bestia roja y haciendo el viaje de mi vida, siempre en dirección a la mejor puesta de sol posible para poder disfrutarla con la chica de mis sueños, quien acuparía el asiento de copiloto. La simple visión de todo aquello me hacía pensar que la vida podría ser realmente maravillosa. Uf, poderosa inocencia...
Los años han pasado implacablemente, y ése espejismo, curiosamente, no ha terminado de desvanecerse. Obviamente, cada vez parece más lejano e irreal que cuando era pequeño. No tengo ningún Ferrari, ni siquiera tengo coche. La pasta para hacer el viaje y recorrer la costa americana en buga puede que sí la haya reunido, pero mis necesidades y prioridades siempre tendrán que ser otras, al menos hasta que me toque la lotería a la que nunca juego.
Ya hace años que no veraneo en aquella urbanización, pero aunque volviera sería imposible presenciar una escena de ambientillo parecida a las que tan vívidamente recuerdo. Aquel bar con sus dos arcades, veteranos de la vida y jóvenes fumetas e impacientes por demostrar que podían llegar varios checkpoints más lejos que los demás hoy no es más que un amasijo de cascotes y madera podrida cuyo acceso está vetado para que no pilles el tétanos con algún clavo suelto. Creo que las máquinas continúan allí, polvorientas. Nunca fueron reemplazadas por otras más punteras y aguantaron lo mismo que el antro, estoicamente, hasta el día en que su dueño se dio cuenta de que aquello no daba para más.
Al menos, algo he sacado en positivo de recordar esos momentos. Ahora sé que si algo malo me pasara (toco madera) y mi alma tuviera que deambular por este corrupto mundo, existe un lugar al que me gustaría encantar y embrujar... cumpla o no en vida con la meta de vivir mi propio Out Run. Mi risa maquiavélica resonará algún día en las paredes desconchadas del "club", como solían llamarle. Unos recreativos nada covencionales, pero recreativos al fin y al cabo. Pocos arcades, poca gente, pero mucho pique y buen rollo.
17 agosto, 2008
Responso por las recreativas I: Out Run
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1 comentario:
Out Run merece un altar, un cuadro de honor en cualquier salón con recreativas (y utilizar el plural a veces ya es muy generoso).
Siempre he querido visitar Coconut Beach
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