27 julio, 2009

El monstruo



Pioneer LaserActive CLD A-100. Así se llama el mamut tecnológico más exagerado jamás creado por el hombre, apodado cariñosamente "el monstruo" por un servidor. Se trata de un reproductor de Laser Disc fabricado por Pioneer que, gracias a un puerto de expansión y sus correspondientes módulos, se podía convertir en el mejor centro multimedia de la época y en un aparato de juegos que dejaba en bragas a sus rivales, ya que combinaba las funciones de una PC Engine Duo con las de un Mega CD, siendo además compatible con los escasos juegos en LD ROM desarrollados exclusivamente por Sega y NEC para este mastodonte.

Mi historia con tal cacharro no viene precisamente de largo. Tras descubrir por cosas del azar un ejemplar de meras funciones decorativas en un antro de Akihabara hace unos meses, me lancé a la búsqueda de información del susodicho armatoste y mis sospechas se confirmaron: el bicho completo, con sus dos expansiones que lo convierten en la locura hecha consola, es más raro de encontrar que un trébol de cuatro hojas fluorescente.




















Los módulos que convertían al LaserActive en una Mega CD (PAC s-1) y un PC Engine Duo (PAC N-1)


Meses más tarde, concretamente el último fin de semana de julio, apareció uno completo a la venta en el Mandarake de Akihabara. El rostro se me desencajó de la sorpresa: ahí lo tenía, delante de mí, y a un precio nada prohibitivo (lo que el mejor modelo de una consola de nueva generación podría costar de segunda mano). Todos los que pasaban por delante del escaparate en donde dormitaba la bestia reaccionaban de la misma manera: parándose en seco, dibujando una mueca mezcla de sorpresa, piedad y alucine en sus rostros y finalmente marchándose sabiendo que el lugar legítimo de tal máquina no era una tienda de videojuegos, sino un museo en donde se expusiera junto con otros logros alcanzados por la humanidad durante el pasado siglo.

Sin un duro encima y a 20 minutos de que cerraran la tienda, corrí desesperadamente al banco a por dinero y volví al Mandarake, convencidísimo de que me la llevaba. Ya con el vendedor abriéndome la vitrina y explicándome que no era ningún espejismo y que realmente estaba a la venta al precio marcado, mi cerebro no consiguió procesar la orden final del programa: Go to house con el LaserActive bajo el brazo. Me quedé mirándolo fijamente, bloqueado, impactado de nuevo por sus dimensiones (se dice que es la segunda consola más grande de la historia, por detrás de la RDI Halcyon). Sopesando las consecuencias, y con el vendedor resoplándome en el cogote (era la hora de cerrar y le estaba reteniendo), acabé tomando una decisión de la que extrañamente no me he arrepentido: dejarla ahí para que alguien aún más loco que yo la pueda disfrutar. Mi mudanza se atisbaba en el horizonte, y 8 kilos más de peso y una maleta de viaje entera que ocupa son fácilmente evitables cuando ya tengo en casa un PC Engine con el que me lo paso pipa y una WonderMega viene de camino.

Comprarla hubiera sido el mayor acto de avaricia que hubiera cometido jamás, estoy seguro.




La Panasonic LaserAcive tuvo una vida prematura, como la Playdia, 3DO, y Philips CD-i, consolas a las que quería comer terreno con una oferta insuperable, ya que a las funciones anteriores se sumaba la posibilidad de convertir el pedazo de chisme en una máquina de karaoke. Prestaciones no le faltaban al animalito, pero su altísimo precio (2.900 dólares en 1994) la pusieron solo al alcance de los Borja Mari de turno, pijos entusiastas emocionados con las últimas tecnologías y que se pensaban que el Laser Disc era el disco definitivo. El futuro inmediato, sin embargo, no tardó en poner DVDs sobre la mesa y condenar al destierro a una máquina que aún apreciamos muchos de nosotros, tal y como hacen los buenos amantes de la música con sus escacharrados gramófonos.

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19 julio, 2009

Ofrenda del día: una Playdia



La Playdia... En qué estaría pensando Bandai cuando la sacó al mercado en 1994... Y en qué estaría pensando yo cuando la compré. La oferta era irresistible y, como son más raras de ver que un programa de humor inteligente en la la tele japonesa, pues... acabó entrando en la saca.

El propio vendedor de la tienda en donde la encontré flipó cuando la puse delante suyo y saqué la billetera, en un claro gesto de que me la llevaba a casa. Tras poner los ojos como platos, dio inicio a la profunda conversación que a continuación reproduzco (las partes incluídas entre paréntesis corresponden a los pensamientos de cada uno):

Vendedor: Eh... Hola. (¿eso que lleva ahí este extranjero... No puede ser. ¿Me traicionan mis rasgados ojos?)

Chibimogu: Buenas.
Vendedor: Esta consola... es una Playdia, ¿sabe? (a ver si el muy cenutrio se piensa que es una Playstation 3 slim licenciada a Bandai.)
Chibimogu: Sí. (Macho, sé leer, lo pone bien grande en la caja.)
Vendedor: Pero... solo funciona con juegos de Playdia.
Chibimogu: Lo sé. (Vaya, qué cagada, espero que no se me pete la PC Engine porque esta no me valdrá de repuesto...) ¿Funciona, verdad?
Vendedor: Los Cds de música iban, pero no tenemos ningún juego de Playdia y no podemos garantizar que los ejecute.
Chibimogu: No pasa nada. (Total, para lo que voy a jugar con ella...)
Vendedor: ¿Está seguro? Es la... Playdia. (Madre mía, que va a comprarla de verdad...)
Chibimogu: Sí. (Gracias por preocuparte tanto, cariño.)

Y ya con ella bajo el brazo, y el vendedor todavía alucinando, me dirijo a casa. Al llegar, desempaqueto la consola para encontrarme esto:





Un cacharrete de colorines que parece una grabadora Playskool (TM), acompañada de una petaca mostruosa para conectarla a la corriente y un cable AV. Todo presentado de manera cutre, en un plastiquete color lejía digno del peor clon de la NES, que encima ni sujeta a la consola ni nada, ya que dentro de la caja la Playdia baila más que los dientes de mi abuela.

Tras comprobar el contenido, algo me alarmó... ¡el mando! ¿Dónde está el mando? Cuando empezaba a creer que ya me la habían metido doblada, compruebo que no es así, que en realidad el pad (por decir algo) está sujeto a la propia consola y que éste se extrae con muchísima facilidad,




dejando a la pobre Playdia mellada, pero al jugador con un ladrillito en sus manos que le va a permitir probar juegos sin necesidad de cables. ¿Bien, no? Y qué más... Ahora toca comprar pilas e ir cambiándolas regularmente, algo que particularmente odio. Que levante la mano a quien no le corte muchísimo el rollo tener que sustituir unas pilas gastadas a mitad de partida. Pero volvemos a lo antes: total, para lo que voy a jugar...

Me sumerjo en este pensamiento una y otra vez mientras repaso en internet la breve vida de la consola de Bandai. Sin ningún apoyo más que el de la propia compañía y sus licencias de anime, sumado al hándicap de encontrarse un target displicente (unos niños japoneses que de tontos no tenían ni un pelo), era lógico que el juguetillo estuviese abocado a una muerte prematura. El mercado no tuvo piedad de la Playdia, y cayó apenas dos años después de haber debutado y tras una bajada final de pantalones de la que solo fueron testigos los machotes asociales a quienes iban dirigidos sus últimos truñacos (juegos de idols).

La historia de la Playdia recuerda a la de un joven samurái de Kawagoe, que decidió unirse a las milicias locales para defenderla de los ataques imperialistas y que, al poco de estallar las revueltas en las calles de la vetusta ciudad, cayó herido de muerte. Su vida como guerrero fue fugaz y sus gestas más bien nulas, pero su valor le valió un pequeño monumento funerario.




En su tumba, a partir de ahora, también descansan las reliquias de otra gloria pasada que tuvo que verse doblegada ante rivales mejor preparados. El efímero samurái velará la triste figura de la Playdia, cuya utilidad como ofrenda supera con creces la que demostró tener como plataforma de videojuegos. Si alguien pasa por ahí y se la lleva, que Buda le pille confesado. Su alma está perdida.

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14 julio, 2009

Repatriación de Wan Chai Connection



Wan Chai Connection es, dicho rápido y claro, el mayor truñarro que se haya hecho jamás para la Sega Saturn. Los creadores de tamaña aberración abocaron a este engendro de laboratorio, desde su misma gestación, a los estantes polvorientos de tiendas de segunda mano, con la esperanza de que estos gremlins fuesen adoptados algún día por chiflados coleccionistas o masocas inconscientes.

Su argumento, la resolución de un caso detectivesto en Hong Kong, está narrado a través de vídeos con una calidad de compresión antediluviana (digamos que están compuestos, siendo generosos, por unos 4 píxeles), y la historia representada por actores japoneses paladines de la sobreactuación y el costumbrismo más casposo. Harto de ver semejante bodrio corrompiendo al resto de mis juegos, le dí la patada reglamentaria y lo largué de casa. Días después me enteré de que había vuelto por su propio pie al barrio que le vio nacer, en busca de un poco de aceptación que dudo que consiguiera. Pero antes de regresar a su sucio antro hizo turismo y todo, el muy ladrón.






Aquí se le ve posando delante del Buda de Lantau, bajando del aeropuerto de Hong Kong, a mano derecha. Parece ser que se coló en el teleférico para llegar a la montaña en donde reposa la estatua gigante, de la que se cuenta que salió por patas tras la visita de tal infecto turista.





Cuando apretó el hambre, tras un buen pateo por las montañas de Lantau, se fue a degustar los platos típicos de la comida cantonesa al estilo Hong Kong.




Y por fin llegó a casa, la barriada de Wan Chai (conocida también por sus decadentes puticlubs), en donde se encerró en la caja de cartón callejera que nunca debió verle salir. Desde entonces lleva una vida de hikikomori que solo se ve interrumpida por los olisqueos habituales de algunos vagabundos, atraídos por el aroma a rancio que desprende su embalaje.





La verdad es que tiene narices que este kusogee apotósico haya sido una de las causas que me haya traído a Hong Kong. Lo normal es que la gente con inquietudes frikis visite el país por juegos como Shenmue 2, o si hablamos de películas, por las famosas escenas de Tomb Raider: la cuna de la vida, El caballero oscuro, Push, La leyenda de Chun-li y cómo no, Blade Runner, aunque oficialmente éste presente una visión del Los Ángeles de 2019. Pero no, Wan Chai Connection es tan salchichero que, como toda producción barata sin pretensiones, ha resultado tener el encanto suficiente como para motivar un viaje para, entre otras cosas, verlo pasear por la ciudad del neón, y encima sin correa. Su presencia contribuyó a corromper el ambiente aún más si cabe, y es que si las calles olían a comida china podrida, con tal mojón de juego rondando por ahí el aroma ambiental no mejoró precisamente.

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07 julio, 2009

El cadete espacial y los días sin internet


El otro día hablaba con unos amigos acerca de cómo sería la vida en el curro previa al estallido de Youtubes, Facebooks y similares. Vivimos una época oscura en lo que a rendimiento en la oficina se refiere: a la mínima se nos va la mano después de fichar y comenzamos con la otra rutina: tras la consulta pertinente del correo personal, viene el intercambio de links sobre actualidad, más o menos relacionados con el trabajo, que irremediablemente derivan en trapicheos de chorradas y paridas que hay sembradas por toda la red y de las que queremos hacer partícipes a nuestros compañeros, para así hacerles más amenas las largas horas de tajo que amenazan en el horizonte y, de paso, demostrar nuestra pericia con el noble arte del googleo.

Los blogs han ayudado también a hacer más llevaderos los días de poco ajetreo, quizás más conocidos como días de tocamiento de pelotas general. Días en los que además conviene fingir que uno está ocupado. Las bitácoras han contribuido, sin lugar a dudas, a llenar ese tiempo de amuermamiento que existe en todo periodo de productividad con información a la carta.

Poder leer sobre los temas que a uno le interesan en horas de trabajo es un lujo que hoy en día se nos sirve no en bandeja de plata, sino de platino. Leer blogs en horario de oficina es un crimen perfecto, rápido y limpio. Eso si uno no tiene por encima un jefe que, hasta los huevos de que le estén vampirizando, haya decidido capar el acceso a internet con el consiguiente owned a toda su plantilla de trabajadores. Para que nuestro jefe no se convierta en un insensato que nos quiera hacer regresar a la vida en las cavernas, es sabio navegar por páginas con pocas ilustraciones chillonas, pop-ups y demás; con estas discretas webs uno puede incluso llegar a dar el pego y hacer creer a la gente que está dando el callo. Para los que trabajan en otro país, además, es recomendable leer páginas en nuestra lengua, así cuando algún indígena nos mire por encima del hombro para ver con qué diablos estamos embobados, siempre podemos hacerle creer que se trata de una búsqueda de datos relacionados con una investigación personal, por decir algo. Vamos, lo que viene siendo frikear. Y es que estamos llegando a extremos en los que a muchos nos da pereza incluso el darle al Alt+Tab, atajo sacrificado en favor de una falsa dignidad.

Las sesiones de escaqueo sin tener que levantarse de la silla pueden llegar a ser tan extremas y contínuas que no es de extrañar que más de uno afirme, tras varios años de lo mismo, que se le acaba internet. Cuando se llega a este punto, siempre se dispondrán de estas opciones:

1. Empezar a leer cualquier cosa, incluso algo que a priori no interese en absoluto, con tal de matar el tiempo oficinesco, cuya unidad de medida oficial equivale a la de la sala del espacio y el tiempo de Dragon Ball (recordemos, una hora en su interior era un año en el exterior, o algo así). Si de paso se adquieren conocimientos con la lectura aleatoria, pues mejor que mejor. Linkear artículo tras artículo de la Wikipedia a través de hipertextos es una buena opción, y además reporta un aire de erudición magnífico con el que torear a los ojos curiosos que espían desde la lejanía nuestras pantallas. Ojos de Big Brother bizco que no pueden advertir la sabiduría arcana que estamos desempolvando, digna de la biblioteca con más solera de Oxford, representada por documentos clave para el futuro de la humanidad como el de la bebida energética de Steven Seagal.

2. Crear y gestionar un blog desde el mismo curro. Cuenta la leyenda que un 90% de los blogs que pueblan internet surgieron desde una oficina.

3. Jugar online a lo que sea. Cuanto más discreto sea el juego, mejor. Hoy en día hay jueguecillos que se muestran en una pequeña ventanilla y que permiten que la gente mamonee con total tranquilidad, sin que la mano del ratón sude al notar el aliento del jefe en el cogote. Eso sí, siempre habrá osados que se instalen el WOW en el equipo oficinesco sin ningún recato ni vergüenza y tuneen al máximo a todos sus personajes en lugar de estar a lo que hay que estar: haciendo pedidos, facturas, cuentas, gráficas, diseños, estudios de mercado o lo que sea. Si estás leyendo este blog desde el curro, ponte a trabajar ya mismo, holgazán.

Todo este rollo, sin embargo, no despeja mi duda inicial. ¿Con qué se mataba el tiempo en la oficina antes del advenimiento de la red de redes? En un ambiente de trabajo sin internet, se me ocurren varias posibilidades, que van desde el escaqueo prolongado tradicional (pausas maestras y recurrentes para el café o para echar un pitillo) al más cazurro (guerras de bolas de papel disparadas con canutos, tal vez).

Una cosa está clara: por mucho que a principios de los noventa internet aún no furulara plenamente o que ni siquiera estuviera disponible en los ordenadores desde donde uno fingía ganarse las habichuelas, el oficinista siempre dispuso de una dirección infalible que abría las puertas al relajo instantáneo, una ruta que se puede considerar como la pionera de la alianza hombre & máquina vs. trabajo: Inicio-Todos los programas - Accesorios - Juegos.

Así es, si alguien quería holgazanear no tenía más que ponerse a buscar minas o echarse unas partidas al solitario, versión casual de los juegos gratuitos de PC. Otros nos volvimos locos con la inclusión, a partir de Windows 95, del grandísimo e inmortal Cadete Espacial. Gracias a este pinball no solo el rendimiento en el curro, sino también en la escuela, se podía ver amenazado. Gloriosas fueron aquellas clases de clase de informática en las que, cuando el profesor se giraba, maximizábamos la pantalla del cadete, convenientemente pausada, y seguíamos dándole a la bolita. Siempre había algún pobre infeliz que no ponía "el Mute" (silenciaba el ordenador), y en consecuencia el sonido del cohete cargando, previo al lanzamiento de la bola, le delataba y le hacía justo ganador de un rosco por parte del profe y de collejas por gentileza de los colegas. El cadete espacial reinó en las aulas de mi colegio, y muy posiblemente en las oficinas del barrio, hasta que primero los chats clandestinos en páginas de "contactos" y luego el messenger empezaron a relegarlo al olvido.

Hoy en día parece que nos cuesta acordarnos de él, pero desde aquí quiero rendir tributo a un pionero del escapismo, un clásico de la era preinternet que tanta huella dejó a buen seguro en tantos y tantos de nosotros. Aún recuerdo esos documentos de Word abiertos, con una redacción para el cole a medias, y ese icono del cadete espacial que me robaba la vista, tentándome a que batiera un nuevo récord con él. La de horas que chupó esa mesa virtual. El sonido de las dobles puntuaciones aún retumba en mis oídos como si fuera ayer, y me hace recordar que aquellas tardes en casa, a pesar de no tener internet, podían ser igual de redondas y divertidas gracias al cadete.

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04 julio, 2009

Atardece en la Torre de Druaga



Alto, sobrio y frío, así se alza el Sunshine 60, un rascacielos de Ikebukuro desde el que la tarde nos iba a brindar una puesta de sol propia de una película apocalíptica. Mientras veía cómo Tokio se diluía lentamente en las brumas vespertinas, no pude evitar imaginarme una escena similar que tuvo lugar en 1984, año en que Masanobu Endo, desde aquellas mismas alturas, daba forma al que iba a ser uno de los pilares de Namco y de la incipiente industria del videojuego nipón: La Torre de Druaga.




Ando, creador de otro de los clásicos representativos de la época, Xevious, trataba de buscar ideas para su nueva recreativa. Pensó entonces en llevar a los arcade el género del RPG, hasta el momento desconocido para todo aquel que no hubiera tocado un PC. En su cabeza acertó a ver un caballero subiendo por una torre, tratando de alcanzar el último nivel. Allí su princesa aguardaba ser rescatada. Por el camino se encontraría con enemigos y tesoros cuya aparición aleatoria en el mapa marcarían el sino de su ascenso.

Ando estaba en el edificio más alto del distrito de Ikebukuro, y lo tuvo bien claro. La torre tendría 60 plantas, en honor al rascacielos que le había inspirado.





El resto es historia. El juego fue un bombazo y se convirtió en todo un pionero del rol, aunque su desarrollo poco tenga que ver con los patrones que siguen los JRPGs actuales. Varias fueron sus versiones; la de PC Engine fue la que me había traído al lugar en el que todo empezó, esta Torre de Druaga particular que tenemos en Tokio.

Subiendo en el moderno ascensor que lleva al mirador de la última planta, traté de imaginarme las vistas que nos esperaban allá arriba: quizás fuesen también inspiradoras. Y lo primero que vi fue un cielo sepia precioso, impropio de una tarde de tsuyu, la estación de las lluvias por la que Japón atraviesa cada junio. La suerte quiso que aquel día las aguas estuvieran tomándose un respiro de tanta actividad. El sol también parecía cansado, dispuesto a dormir entre las nubes, que lo mecían en lontananza.





La noche empezaba a caer sobre la gran ciudad. Pequeñas lucecitas, rutilantes unas y vivaces las otras, se iban asomando poco a poco en las fachadas del enorme barrio comercial de Ikebukuro, para después ir desplegándose como una manta de destellos que buscaba perderse en la bahía de Tokio.





La oscuridad tomó finalmente el firmamento, y las luces rojas de los rascacielos parpadearon en armonía con los neones de la metrópolis. Shinjuku y sus altísimas oficinas, las otras torres emblemáticas de la ciudad, reclamaban protagonismo en el horizonte. Quién sabe, quizás en aquellos mismos edificios se esté gestando algo grande en estos instantes. Japón hace tiempo que espera que la noche traiga consigo sueños como los de antes. Hace falta una nueva leyenda, un nuevo Druaga...





Curiosidades sobre la Torre de Druaga:

- Los primeros enemigos de la Torre son slimes (limos), algo de lo que Ando nunca estuvo particularmente orgulloso. Para él los slimes debían ser los rivales más duros, ya que el acero de una espada es, en principio, incapaz de dañar un cuerpo gelatinoso. Los slimes son, paradójicamente, los enemigos más débiles del juego, detalle que más tarde calcaría Dragon Quest, poniendo sobre el tapete de nuevo el mismo problema. Hoy en día el Slime es el emblema de la saga de Enix y el personaje que más penas y simpatía despierta, en parte, gracias a su papel de debilucho, originario de la Torre de Druaga. La idea del Slime, sin embargo, fue tomada por Ando del Wizardry.

- Para que los cofres que proporcionan dinero y equipo al jugador aparezcan se han de cumplir ciertas condiciones, las cuales varían dependiendo del nivel de la torre en el que estemos. Algunas de ellas están pensadas con muy mala leche, según confiesa el propio Ando. Por jemplo, para que en un determinado piso el tesoro apareciese, había que pulsar el botón 1P de la recreativa, algo que a nadie se le pasaría normalmente por la cabeza en plena partida.




- El jugador que en el piso 59 huía de Druaga caía aleatoriamente a uno de los niveles inferiores, el 16 por lo general. A este fenómeno se le conoció como zap. Muchos empleaban el zap para conseguir sumar más puntos, por lo que muchos salones recreativos se vieron obligados a impedir el uso de este truco para que los clientes más avispados consiguieran ilícitamente copar las posiciones más altas de las tablas de puntuaciones.

- En los Shibuya Kaikan aún hay una recreativa original de Druaga funcionando.

- Hay quien dice que existe un juego de PS2 con el mismo nombre, pero puede que se trate simplemente de un rumor infundado, una chifladura. ¿A quién se le iba a ocurrir profanar este clásico con un burdo sacacuartos?...

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