26 agosto, 2008

Medidor de incapacidad al límite: Terminator 2 (GB)


Mentí vilmente cuando dije que los juegos basados en licencias han sido siempre cagallones. Terminator 2: Judgement day, por ejemplo, era un más que digno cartucho para la Game Boy de mis amores. Eso sí, de pequeño me parecía un despropósito total porque jugando las primeras fases me sentía más perdido que un garbanzo en la boca de un mellado. Mi desconocimiento del inglés y lo atípico de su planteamiento fueron los detonantes que hicieron que llegase a odiarlo con toda mi alma, porque quería pasármelo a cualquier precio y no podía.

Empezamos con la mítica primera fase, aquella de la que no salías hasta que no derribaras todas las torretas en un orden determinado. Creo que por fases como ésta se creó el tristemente desaparecido servicio de ayuda de Nintendo para jugadores atascados y desesperados. Después de probar mil millones de combinaciones aleatorias con las torretas, todas fallidas, me di por vencido y mandé al juego a cascarla a Parla. Años después, un día que sufrí un ataque de nostalgia, se me iluminaría la bombillita: había que derribarlas según la altura, de la más alta a la más baja. Me di cuenta que de pequeño era un poco... torpe.

Segunda fase, varios años después. Parece que tengo que buscar una clave, no lo acabo de comprender. Doy mil vueltas por el complejo del skynet sin saber que no tenía que buscar nada, sino entrar simplemente en la única habitación en la que por lo visto tenía acceso. Un día lo descubrí por pura chiripa y conseguí entrar. Al otro lado me encuentro con que he de desactivar un código de detonación y no sé ni cómo, porque sigo sin tener ni papa de las instrucciones que me dan, en perfecto (creo) inglés. Ahora me doy cuenta de que de jovencillo era un poco... monolingüe.

El año domini 2008 d.c. decido rejugarlo para maravillarme conmigo mismo y darme cuenta de que para desactivar aquel código de detonación no me hacía falta ni siquiera comprender las instrucciones que me estaban dando en gringo. Se trataba del hacking más tonto del mundo, del que cualquiera que hubiese jugado a Bioshock (de haber existido por aquella época) se habría avergonzado. Aquí sí que bastaba con aporrear el botón A aleatoriamente... pero en aquel entonces le tenía tanto miedo a esta parte que sólo me había atrevido a probar una vez. Tenía el corazón débil, y ver una cuenta atrás en pantalla me producía un terrible efecto laxante que me impidió descubrir que aquello no era para tanto.

Ahora bien, en mis días mozos aquel pirateo era el jeroglífico más críptico de la historia de la humanidad. Tan chungo como el orden del derribo de torretas, que era para mí una excusa más que suficiente por la que comprarse una guía que, por supuesto, no existía. En cambio, seguro que un chaval de hoy en día no habría sufrido tanto como yo lo hice.

La del 90 es una generación suertuda. ¿Que no entienden algo? ¿Que se atascan? Internet les da la solución. Esta gente no conoce la verdadera angustia. Así, dentro de unos años les será imposible saber si de pequeñitos eran lerdos o no dándole a la consola, ya que en estos tiempos que corren si no te pasas un juego es porque no quieres (o porque es un Ninja Gaiden).

Yo formaba parte de los que a veces decíamos una frase inviable a estas alturas de la película, el "no me lo paso porque no puedo". De hecho, me maravillaba ver las fotos de "The End" de los juegos que completaban los lectores más mañosos de la revista del Club Nintendo, y que se publicaban en aquella suerte de hall of fame salchichero. Aquellos eran los elegidos para la gloria, y yo un pringaillo que babeaba con sus logros.

Nadie, sin embargo, llegó a demostrar públicamente en la revista que se había pasado Terminator 2 (que yo recuerde). Y ese pequeño detalle fue el que me hizo darlo por imposible. Aquella ausencia, unida a mi inexperiencia y dependencia total de textos en castellano, llenaron mi medidor de incapacidad al límite.

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24 agosto, 2008

De cuando fui manager-san


La de cosas chorras que puede llegar a hacer uno en la vida. A mis ilustres partidas a Tokimeki Memorial, desnudadas a medias en un post anterior, se une ahora el escalofriante relato de una época de mi vida breve (con lo que dos veces buena) en la que me adentré en los misterios de The Idol Master (Xbox 360, 2006).

El juego de marras se las traía. Basado en un arcade que triunfaba en Japón más que los bocadillos de Nocilla en una fiesta de cumpleaños, los valientes usuarios de 360 tuvimos nuestra ración de simulador de citas light, ambientado en el siempre difícil mundo de una empresa de cazatalentos. En el papel de un productor de jóvenes buenorras que han de ganarse el pan y el respeto como cantantes del momento (idols las llaman, chicas que pasan por la cima del éxito como una estrella fugaz; las flores de un día de la industria discográfica), hemos de exprimir su carrera al máximo... y si de paso ligamos con ellas, mejor que mejor. Y mira que dicen que donde tengas la olla mejor no meter la (censurado)... Pues bien, estos japoneses se lo pasan por el arco del triunfo. Así se acude con más motivación al curro, desde luego.

Una vez hemos elegido a la chica que más nos po... que más promete en el siempre duro mundo de la farándula japonesa, tenemos que entrenarla llevándola a clases de canto, coreografía y poses. De vez en cuando, se le da la opción al jugador de tener una cita con ella, oportunidad que hay que aprovechar para trabajársela bien, ya que surge de uvas a peras. Cada cierto tiempo, habrá programas de televisión en los que tendremos que llevar a nuestra idol para que enamore a las cámaras con su bailoteo, y si consigue buenos índices de audiencia y previamente no hemos metido la pata en las citas, el camino a la gloria y al amor habrá quedado bien asfaltadito.

Obviamente, pronto salí del engaño. La tónica de repetir lo mismo una y otra vez hasta que después de un año entero entrenando a tu chica se produzca el concierto decisivo se volvió cansina a más no poder. Después de que mi protegida cayera en la más absoluta mediocridad, probé el modo online. En él, competí contra otros japitos en audiciones en las que los mánagers teníamos que señalarles a nuestras cantantes los momentos en los que mirar a cámara o hacer determinado movimiento. Mis rivales eran terroríficamente buenos (apuesto a que eran personas que habían pasado días sin salir de sus respectivas cuevas para dar lecciones magistrales en internet)... y mis resultados, por ende, desastrosos.

Semanas después regalé este Idol Master a un colega del trabajo. Podía haberme sacado un buen dinero vendiéndolo en el mercado de segunda mano nipón, pero... habiéndolo jugado, me parecía pecado que alguien pagara por él.

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22 agosto, 2008

Arcadas en las cascadas: Return of the Joker (GB)



El otro día, curioseando los últimos vídeos del Angry Videogame Nerd, redescubrí uno de los juegos con los que más me había entretenido y martirizado a la vez mi ladrillo-consola Game Boy (sí, ésa que entraba con total suavidad en los bolsillos traseros de nuestros tejanos). Se trata del purgante y desagradecido Return of the Joker en su versión blanquinegra; título que ahora que por fin había conseguido borralo de mi mente regresa con renovado rencor, como un espíritu que prefiere dar la brasa a hallar reposo. El bueno del Angry, una vez más, se apunta a la fórmula Planeta Deagostini y repasa los bodrios de los personajes que han vuelto al candelero gracias al celuloide. Flaco favor me has hecho, chaval.

En los días en que a Batman no le habían nombrado caballero aún, surgió una hornada de títulos para diferentes plataformas que tenían en la aparición del Jóker como enemigo final/ guest star su mayor encanto. Uno de ellos llegó a parar a la prolífica Game Boy, y lo descubrí gracias a un cartucho pirata chinesco que tenía la nada deseñable cantidad de 64 juegos al precio de un paquete de pipas. En la época en que no había internet, los asiáticos eran los reyes del mambo, indiscutiblemente. La de dinero que se ahorró mi sufrida madre gracias a ellos... De pequeños, en casa teníamos la coña de que los reyes magos venían de Taiwán. Ya me encargué yo de pegarles una patada en el culo y enviarlos al lejano oriente (Japón).

La cuestión es que no entiendo cómo pude tener tanta paciencia con este juego. Emana más pestilencia que las alcantarillas de Gotham City, en donde se desarrolla la primera fase. Para empezar, el hombre murciélago no anda, patina: el control es peor que hacer submarinismo en un río de lava. No vale la pena intentar apurar para llegar a un borde, ya que Batman caerá irremisiblemente al vacío. Quizá la mejor solución fuera utilizar cuerdas para colgarse y desplazarse por las plataformas superiores... pero aquello era salir del fuego para caer en las brasas. Las probabilidades de quedarse colgado del lugar al que apuntabas eran rídiculas. Si te da por jugar, antes de que tengas éxito en tus intentos con las cuerdas, Akira Toriyama habrá retomado el manga de Dragon Ball y habrá dibujado ya tres arcos argumentales completos.
Lo peor de todo es que cuando por fin has conseguido suspenderte del techo (de otros lugares es prácticamente imposible), unas tuberías te impiden el paso y te obligan a desplazarte de nuevo por el suelo. Perfecto.

Otra cosa graciosa de esta primera fase (no tuve valor para continuar más, ni antes ni ahora) es que cuando explotan unos depósitos de agua, las alcantarillas se inundan y se producen marejadas cada cierto tiempo... que restan vitalidad a Batman si le tocan. Lo entendería de tratarse de agua infecta extraída del pozo ciego con mayor índice de putrefacción y radioactividad del mundo, pero que este superhéroe pierda energía porque simples aguas residuales han tocado sus pies, perfectamente aislados gracias a sus botas reforzadas... Es como si una paloma le cagase en el hombro y le dejara en coma (aunque no parece tan descabellado... a saber qué porquerías ingestan esos bichos).

Recapitulando... Todo un despropósito de juego, aunque siempre habrá alguien que con tesón pueda llegar a dominar sus controles y pasar por alto sus bobadas. De hecho, con perseverancia puede lograrse todo en esta vida, dicen. Ah, y no todo podría ser malo, claro está. Algo meritorio también tiene esta aventura: confirma a quienes la prueban que los videojuegos basados en licencias ya eran malos en tiempos de los 8 bits. Nunca podremos decir que no nos tenían avisados.

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20 agosto, 2008

La frontera azul: Genso Suikoden



Recuerdo con cariño el momento en que le puse las zarpas encima a este célebre RPG de Konami. Me hubiera gustado meterle mano el año de su salida en España, pero por aquel entonces aún no tenía la PlayStation. Para cuando quise hacerme con él, su precio en el mercado negro de los videojuegos rozaba el absurdo, por lo que tuve que esperarme al port de PSP de 2006 para adentrarme al fin en su historia. Fue el primer juego que me pasé durante mi exilio voluntario en tierras niponas, y me gustó tanto que no le di tregua hasta acabarlo.

Suikoden es la japonización de cierto clásico chino que narra las aventuras y desventuras de 108 bandidos; se trata de una novela que goza de tanto éxito en Japón que tuvo una serialización televisiva, mangas y seguro que mil cosas más que desconozco (mi ignorancia es insondable). La gracia del título homólogo era precisamente la posibilidad que nos ofrecía de controlar hasta 108 personajes (obviamente, no de manera simultánea). Eso sí, para encontrarlos a todos tenías que sacarte un doctorado, lectorado y tres másters en investigación y rastreamiento de tropas. Yo creo que acabé el juego con 47 aliados, cifra que a día de hoy me sigue pareciendo más que satisfactoria.

Suikoden ofrecía, además, un argumento bastante más amable que aquellos a los que nos tienen acostumbrados otros juegos de rol (con historias más largas, retorcidas y que pecan de insulsas en ocasiones). La inclusión de divertidos minijuegos y batallas estratégicas (más largas que un día sin darle a la consola) hacían de este juego un bocado muy apetecible incluso para los que ya tenían la suerte de haberlo completado una vez.

A pesar de llevar la coletilla "genso" (fantasía), la mayoría de personajes y situaciones de Suikoden se adscriben más a un plano realista que a uno piripifláutico que únicamente ofrece elementos escapistas (opción nada condenable, todo sea dicho). Eso sí, la sensación de que los hechos que narra Suikoden pudieron haber acontecido realmente le aporta un valor especial que hace más emocionante si cabe la partida.

En fin, no es de extrañar que una vez abierto el tarro de las esencias nuevos capítulos se subieran al carro, así como un buen número de gaidens. El listón se había puesto tan alto, sin embargo, que alguno que otro de los posteriores Suikoden sería vilipendiado por los aficionados por ensuciar el buen nombre de la serie. Pero dejemos las últimas entregas y retomemos los orígenes. No dudéis en disfrutar de esta piedra fundacional del RPG tridimensional, prerrenderizado e isométrico a ratos; toda una joyita que tuvimos la suerte de que nos llegara cuando no debía de haberlo hecho. Las versiones de SegaSaturn y PSP siguen, empero, siendo autóctonas... a no ser que la facción geemuotaku que forman o hemos formado algunos extranjeros en Japón hayamos saqueado ya todas sus existencias.

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18 agosto, 2008

Responso por las recreativas II: Super Pang



God-hand. Así llamábamos al chaval que nos obligaba a esperar horas y horas mientras completaba una fase tras otra de esta memorable recreativa (o arcadia, como dicen por México). Parecía que sus partidas no conocieran fin... tanto que siempre acabábamos celebrando ese mágico momento en que se volvía a su casa. El colega nos producía bastante rabia, porque además de tenernos siempre formando colas para jugar, el muy desgraciado nunca gastaba monedas en continues. Su potra (y calidad a los mandos, de ahí su mote) le permitían jugar un día tras otro con el mismo dinero que el resto consumíamos en un cuarto de hora.

Era como un reloj. Después de comer, God-hand siempre estaba pegado a la recreativa del Pang!, que para regocijo de los chavales del barrio pusieron al lado del kiosquito playero por el que solía dejarme caer para comprar las revistas del sector (las cuales, en mi frikinfancia, me parecían el no va más del prestigio y el savoir faire editorial... Cómo cambian las cosas, ¿no?).
A la sombra del toldo de la tienducha veíamos a este chico menear el joystick con movimientos de muñeca memorizados y estudiados, un panorama que nos irritaba sobremanera ya que sus partidas parecían la maldita secuencia pregrabada de todo arcade. A sus partidas sólo les faltaba el letrerito central de "Insert Coin" para parecer un bulo total, de lo perfectas y robóticas que solían ser.

Gracias a God-Hand aprendimos la ubicación exacta de las vidas extras, las trayectorias más peligrosas de aquellas bolas locas y esos pequeños truquitos que sólo los más viciados alcanzan a descubrir. Gracias a él, conseguimos sacarle más partido a nuestro bolsillo con el tiempo.

Sin embargo, llegó el día en que no volvimos a verle por aquella recreativa llena de arañazos, grafitis, colillas y chicles pegados bajo el tablón de mandos. Dimos por sentado que sólo podían haberle pasado dos cosas: que se había hartado del juego o que se le había atrofiado su mano divina de tanto darle a la palanquita. Había quien incluso aseguraba haberle visto con el brazo en cabestrillo por el paseo marítimo, mirando con cara triste la máquina del Super Pang! desde la lejanía.

Sin nuestro referente y gurú particular aquello ya no era lo mismo, por lo que decidí guardarme mi dinero de las partidas para poder comprarme la versión doméstica que estaba seguro que acabaría por salir. Y vaya si salió, pero nada más y nada menos que 6 años después (al menos me dio tiempo a ahorrar lo suciente). La paciencia, cultivada ya en los tiempos de espera a los que nos sometía nuestro colega de máquina, acabó por dar sus frutos. Mientras todos mis conocidos se compraron la PlayStation con la salida del Dragon Ball Final Bout, yo no me vi tentado a hacerlo... hasta que por fin apareció Super Pang Collection, juego que todavía conservo y al cual considero pieza angular de mi modesta colección. Ningún ebayer podrá separarme de él, a no ser que llegue el día en que no tenga nada que llevarme a la boca... o me enrole en alguna secta que me haga renegar de mi pasado.

Este artículo se lo dedico a todos aquellos asiduos de las recreativas cuya destreza nos llevó a odiarles y amarles a partes iguales, y especialmente a todos a los que no les importaba compartir, voluntaria o involuntariamente, su conocimiento enciclopédico con los menos habilidosos para que así pudiéramos emularles.

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El hijo bastardo de la saga Panzer


Como ferviente seguidor de los Panzer Dragoon, pequeñas joyas que nos legó Sega en su fallida etapa como fabricante de hardware, no podía quedarme sin probar Panzer Dragoon Mini, juego de Game Gear al que se le hizo un espectacular vacío en tierras niponas por motivos que aquí trataré de explicar (si no me da un derrame cerebral en el intento).

Controlando el dragón emblema de la franquicia (con dos variantes de color heréticas, a la elección del jugador), hemos de recorrer una vez más un caótico mundo de reliquias orgánicas y mecanismos de defensa naturales que salvaguardan la integridad del planeta. La ambientación, muy lograda en las entregas de Sega Saturn (la repanocha en Xbox), se ve reducida en Game Gear a la mínima expresión, alcanzando una pobreza indigna incluso de programas para consolas Atari. Escenarios simples, desolados... salpicados sólo de los sprites típicos de la serie, que en ocasiones no merecen ser declarados legítimos por la vagueza con la que están diseñados.

La mecánica es sencilla: mover el objetivo que representa la mira del dragón, y en el rocambolesco caso de cuadrarlo con un enemigo, tratar de derribarlo. Digo rocambolesco porque el comportamiento de los disparos del dragón es bastante errático, aunque podéis estar tranquilos, que esto no supone inconveniente alguno para pasarse el juego. Todo cuanto aparece ante el dragón se esfuma en cuestión de segundos, y los rayos y bolas que los bichos perversos te lanzan a quemarropa son más fáciles de esquivar que una pelota de playa. Luego nos encontramos con la paradoja de que los jefes finales (que suelen aparecer con un cambio a scroll lateral) ocupan casi toda la pantalla y son lentos con ganas, por lo que únicamente en estos combates (a priori los más difíciles) fallar un tiro sería como no meter canasta a un centímetro del aro.

Otro detalle que encumbra al juego más aún si cabe es la ausencia total de estadísticas: al acabar una fase no nos indica puntuación, porcentaje de rivales derribados... ¿para qué? ¿A quién le interesa saber esto si nadie va a tratar de batir sus propios récords después de haber sufrido un bodrio como éste?

Al menos, sus creadores fueron honestos con ellos y con el público. Como se trata de un juego maloso, hagamos ver que no existe desde su mismo lanzamiento, pensaron. Resultado: conseguir una copia original de Panzer Dragon Mini es misión casi imposible. Tanto, que corre por ahí una leyenda urbana que dice que ni siquiera los miembros del Team Andrómeda se quedaron con la que les correspondía... aunque no es difícil imaginarse el por qué.

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17 agosto, 2008

Responso por las recreativas I: Out Run


El próximo verano me echo a la carretera. Tal es el pensamiento que me viene a la mente cada vez que recuerdo otro de los arcades que me tenía fascinado de pequeñito, Out Run.
En la urbanización donde solía veranear cuando era un criajo había un pequeño bar/hogar del jubilado que misteriosamente, además de mesitas de mármol llenas de cartas y fichas de dominó, tenía un par de recreativas en una esquina sombría que nadie conseguía explicarse cómo habían llegado a parar allí. Una de ellas era Out Run; de la otra hablaré otro día.

Los malotes del lugar se apiñaban contínuamente para mostrar lo buenos que eran con este juego de carreras. Tan bien corrían los malditos que me hacían sentir cohibido con sólo pensar en cómo sería jugar contra ellos. Cuando la máquina quedaba milagrosamente vacía me avergonzaba sentarme en ella sabiendo que podría ponerme en evidencia ante los sempiternos jugones y todo aquel abuelete que casualmente dirigiera sus ojos hacia la pantalla del mueble. Por ello, me contentaba sólo con mirar. Tantas tardes pasé viendo las alegrías y frustraciones de la gente al volante del pixelado Ferrari que llegué a pillarle cariño a una recreativa a la que, finalmente, no llegué a jugar nunca.

Aquel conformismo tenía su explicación, después de todo. Ver Out Run me ponía en una especie de trance onírico en el que me veía a mí mismo, ya crecidito, conduciendo aquella bestia roja y haciendo el viaje de mi vida, siempre en dirección a la mejor puesta de sol posible para poder disfrutarla con la chica de mis sueños, quien acuparía el asiento de copiloto. La simple visión de todo aquello me hacía pensar que la vida podría ser realmente maravillosa. Uf, poderosa inocencia...

Los años han pasado implacablemente, y ése espejismo, curiosamente, no ha terminado de desvanecerse. Obviamente, cada vez parece más lejano e irreal que cuando era pequeño. No tengo ningún Ferrari, ni siquiera tengo coche. La pasta para hacer el viaje y recorrer la costa americana en buga puede que sí la haya reunido, pero mis necesidades y prioridades siempre tendrán que ser otras, al menos hasta que me toque la lotería a la que nunca juego.

Ya hace años que no veraneo en aquella urbanización, pero aunque volviera sería imposible presenciar una escena de ambientillo parecida a las que tan vívidamente recuerdo. Aquel bar con sus dos arcades, veteranos de la vida y jóvenes fumetas e impacientes por demostrar que podían llegar varios checkpoints más lejos que los demás hoy no es más que un amasijo de cascotes y madera podrida cuyo acceso está vetado para que no pilles el tétanos con algún clavo suelto. Creo que las máquinas continúan allí, polvorientas. Nunca fueron reemplazadas por otras más punteras y aguantaron lo mismo que el antro, estoicamente, hasta el día en que su dueño se dio cuenta de que aquello no daba para más.

Al menos, algo he sacado en positivo de recordar esos momentos. Ahora sé que si algo malo me pasara (toco madera) y mi alma tuviera que deambular por este corrupto mundo, existe un lugar al que me gustaría encantar y embrujar... cumpla o no en vida con la meta de vivir mi propio Out Run. Mi risa maquiavélica resonará algún día en las paredes desconchadas del "club", como solían llamarle. Unos recreativos nada covencionales, pero recreativos al fin y al cabo. Pocos arcades, poca gente, pero mucho pique y buen rollo.

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